Las tumbas sin nombre. Los arboles sin ramas. Todas esas
cosas que carecen de sentido. Como
nosotros.
El cuerpo de Alison. La hierba aplastada y la eterna
oscuridad que amenaza a los árboles. La soledad de un parisino que escribe en
un café. El café que lleva demasiado tiempo enfriándose. Como el cuerpo de
Alison.
Los pájaros que siempre sobrevuelan un cadáver para
devorarlo. ¿Pero quién dijo que Alison estaba muerta? ¿Por qué crecían niños
muertos en el jardín si la primavera no había llegado aún?
Alison no estaba muerta, solo había sido apuñalada. El lunes
que traiciona por 30 monedas. La vida que decide no estar de acuerdo con las
decisiones tomadas. Alison no conocía la libertad. No éramos libres. La vida siempre decidía el final de cada
acción, impidiendo la elección de su propia muerte. Los niños seguían creciendo, abrazando con
sus ramas la casa, destrozando con sus alas la mañana. La inversión de los
colores, que crea un caleidoscopio
infinito donde se pierden las naves.
Y se volvieron adultos, a la vez que llegó el sábado. Y el
domingo dejó de existir. Como dejaron de
existir las almas de todas aquellas personas que negaron la existencia de todos
esos aleteos. Y Alison despertó, buscando el aliento que le faltaba. El último
aliento, el último deseo. Pero no vale la pena desear, si al final lo único que
se cumplen son los años.
-No me eches las cartas, ya sé que voy a morir.
Nubes de tabaco que indican el camino a seguir. Y aquellos
jóvenes que corrían desnudos por la playa. Quizás el tiempo se tuvo que haber
parado haciendo eterno ese momento, el único momento en el que Alison conoció
la felicidad. Pero la puñalada era inevitable. Y hay demasiados lunes en la
vida.
-Por mucho que inviertas los colores siempre existirá el
gris.
Gritos. Eso es lo que aún queda en el jardín. Gritos y el
cuerpo de Alison. Frio y gris.