“Que
a estas alturas me de miedo apagar la luz…”
Una
canción de Standstill, un bucle sin fin, la curva elíptica. Las voces que no suenan, las flechas que no avanzan. Aquella serie que termino en una segunda temporada. Quizás faltaron palabras, pero los términos eran claros.
La
perfección de Taniyama, su amanecer suicida, la soga no tiene fin, llega al
cielo donde se prende. Puede que fuera una cuerda más de las que forman la
teoría, una parte de la realidad. De su realidad.
Gritos
de mala suerte mientras pasan las hojas del libro. Nunca le gustaron los
finales tristes, siempre esperaba algo más. Siempre esperó algo más de sí
mismo. Era un enamorado de las ventanas rotas.
De las piedras que rompían cada vidrio de las calles. Quizás fuera porque él era el que siempre se
clavaba los cristales en los pies. Gritos de mala suerte al clavarse las
esquirlas en los pies.
Entre
la ciudad enferma. Entre los edificios grises que se derrumban al
atardecer. Entre los dos lados de la
vida la vio pasar. No era la primera vez, pero si lo fue la última. El hombre
del tiempo no había previsto aquel encuentro,
y por lo tanto aquella tormenta. Semáforo en rojo. La vida se para. Y
todo se rompe.
Otra
vez cristales. Rompiéndose en su interior. Miles de fracturas. Es entonces
cuando la sangre comenzó a brotar por todas partes. Las heridas nacían sin
parar, que mala suerte. ¿Era todo aquello real? Era imposible de saber, pero
todos aquellos cristales rotos fueron enfocados a la luna. La luz salía por
todas partes de aquel cuerpo, estaba ardiendo. Era una escena preciosa, era la perfecta
simetría de la que hablaba Taniyama. Una constelación más a la que un astrónomo
puso nombre.
Las mariposas quemaron
todo mientras creaban los hilos de la realidad. Solo un fino hilo separaba lo
real del engaño. El mago que hace desaparecer a su ayudante y no puede hacerla
regresar. El corazón roto del truco mal efectuado. Los reyes en sus tumbas. Las
luciérnagas que se apagan. Taniyama estaba muerto y ellos demasiado vivos.
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