“May
nothing but hapiness come through your door…”
-La otra noche oí
cosas sobre ti.
Colgó el teléfono. Otra vez la había llamado. Ella se
dirigió al baño y cerró el grifo que estaba llenando lentamente aquella bañera
de agua caliente. Se desvistió y se introdujo en ella. Notó el agua caliente
rozando su piel que poco a poco se iba hundiendo. Una vez su cuerpo estuvo
sumergido, ella alcanzó la barra de labios que había dejado en el suelo y se pintó los labios
lentamente. Luego, comenzó a pintarse la cara mientras lloraba silenciosamente,
muda.
Sumergió su cabeza en el agua. Dejo atrás los sonidos y cerró los ojos.
Notaba que el mundo había desaparecido. Que sus deseos se habían cumplido. Que solo existía ella en aquel universo
propio que acababa de crear. Abrió los ojos y vio el exterior a través de
aquella capa de agua. Parecía que estaba lejos, muy lejos, como si hubiera
caído en un oscuro océano y cada vez se alejaba más y más de la superficie, de
la materialidad del mundo. Por fin se sentía libre y completa. Allí en la
soledad de aquel universo infinito. Su única amistad era la noche. Si gritas en
la noche nadie te oirá.
Su piel se resquebrajaba mostrando su interior. Capas y capas de piel
se caían. Al caer, las raíces las
alcanzaban atrapándolas entre sus fibrosas extremidades. De aquellos trozos de piel, comenzaron a
surgir flores muertas que desprendían sus dulces fragancias de muerte por la
habitación. Estaba en un limbo.
Abrió los ojos y vio como aquellas raíces reptaban
silenciosamente por sus piernas, agarrándose a su piel y clavándole las
múltiples espinas. Pero no le dolía, era placer, era el placer de dejarlo todo.
Aquella sensación le recordaba al encuentro entre la rueca y su dedo. Aracne ya había muerto.
Aquellas espinas se adentraban cada vez más en su piel
y comenzaban a enraizar. Se extendían por sus músculos, sus órganos, sus venas,
su sangre… Notaba como cada parte de su cuerpo se iba paralizando, como se
endurecían.
…
Él volvió a coger el teléfono y la llamó. Su imagen
permanecía en su cabeza. Podía imaginarla con tanta realidad que parecía que en
cualquier momento la pudiera tocar. Pero ella no estaba con él. Ella no quería
estar con él. Le huía. Ella no comprendía su amor. Todavía podía recordar esa
última conversación en la que le dijo: Déjame en paz. Me das miedo. Estas
obsesionad conmigo.
Él solo podía maldecir a los dioses por aquello. Por
no permitir su amor. Por hacer que ella huyera. En ese instante sonó aquel
pitido que indicaba que debía grabar un mensaje en el contestador.
-Hola. Soy yo de nuevo. Como te dije la otra noche oí
cosas sobre ti. Al parecer estas bien y has conseguido un nuevo trabajo. Me han
dicho que trabajas en los bosques y que sigues sin encontrar el amor. Sigues
sin aceptar mi amor. Por favor hazme
caso, soy yo. Siempre te amare. Soy yo, Apolo.
Y aquel pitido
volvió a sonar mientras en su cabeza se expandía el eco de aquella palabra: Tragedia.
…
El mensaje sonó en el contestador y llegó hasta sus oídos. El agua se enfriaba y ella seguía en el interior, en paz consigo misma.
Sintió como la primavera llegaba a aquel cuarto y el
invierno huía por la ventana buscando el frio del cuerpo de algún ser que se
había abandonado en las penurias de su propia existencia. Y ella florecía, se
convertía en un laurel que años después sería la corona de algún hombre
convertido en Dios al que la población adoraría, como él la adoró.
Eran las dos de la madrugada y Dafne yacía inerte en
la bañera entre gruesas ramas que salían de las puñaladas de su cuerpo. Demasiadas
vidas para nosotros dos.
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